Shalom estimado lector.
Iniciamos esta semana la lectura de Éxodo nuevamente. La porción tradicional de la Torá se denomina Shemot. Esta porción tiene grandes enseñanzas. Su gran contenido en alimento de lo alto, daría para varias semanas. Por si alguien no lo sabe, en la antigüedad la lectura de la Torá se desarrollaba a lo largo de tres años, y no de uno como lo es ahora. Pero esa es otra historia.
Quiero reflexionar sobre un mensaje que quizás no se percibe de forma nítida, está recogido en el capítulo 3. No voy a hablar de la zarza, del hecho portentoso, ni de la respuesta a la pregunta de Moshé, ni de los mensajes tan conocidos de este pasaje. Quiero reflexionar sobre lo recogido en 3:11.
“Y respondió Moshé a Elohim: ¿Quién soy yo para que vaya a Paró, y saque de Egipto a los hijos de Israel?»
La lectura de este verso nos indica algo de gran importancia: la falta de identificación de Moshé con su pueblo, con su propia naturaleza, y con la misión que estaba recibiendo.
Hace unos años, veíamos cómo dos guardias civiles se desnudaban y se arrojaban al agua congelada de un lago para salvar a un perro. No se preguntaban por qué tenían que ser ellos, ni argumentaban que se metiesen las dos mujeres que estaban en la orilla cuando llegaron (eran las dueñas), tampoco se preguntaron si serían capaces de hacerlo. Estaban familiarizados con aquel artículo 14 de la cartilla de 1844 que se refería al ”carácter y posición que ocupa”.
En la porción de esta semana podemos ver que la actitud de Mosé poco tenía que ver con tener asimilado profundamente “quién era y a quién debía servir”, lo que es fundamental para el israelita. Su contexto personal, me refiero a 40 años pastoreando, le habían llevado a pensar en Egipto como una página pasada de su vida. Lejos estaban aquellos tiempos de lujos y privilegios en la Corte de Paró. Ya no había nada de aquellos tiempos, ni tenía cerca aquellas personas que le servían. Su Corte eran los parásitos de los animales, su perfume el sudor de días en el monte con los animales, y la suavidad de la piel afeitada se había convertido en cabello y barba con suciedad. Nada tenía que ver vivir en el desierto de Arabia, con la vida en la corte de Egipto.
Verdaderamente es terrible ver a un judío que no sabe el propósito de su existencia. Que camina por la vida con la pregunta de ¿por qué yo? Que desconoce el por qué fue elegido y para qué fue elegido por el Dío.
Siempre decimos que la asimilación es el gran peligro del judío, pero también la falta de identidad con su pueblo y la falta de reconocimiento de la soberanía absoluta del Dío de Israel en su vida.
Su contexto vivencial había adormecido su sentimiento de pertenencia a un pueblo y su carácter de súbdito del dio de Abrahán, Isaac y Jacob. Ya sólo era un cabrero, eso pensaba él. Los que investigamos la historia del pueblo de Israel, somos testigos desconcertados de la repetición de esta conducta. El judío prefiere ser aceptado como ciudadano del país donde vive que demostrar públicamente la nación a la que pertenece y definirse como súbdito del Gran Rey.
Las circunstancias y los contextos, le impiden identificar su pertenencia inmutable a Israel y su vinculación inexcusable a la Torá del Eterno (la verdadera dada en el Sinay).
Se siente más cómodo en el lugar donde vive y con leyes humanas, (o tradiciones humanas), que seguir las leyes dadas a Moshé.
Creo que el judío debería meditar profundamente en ello.
Shalom, shalom.
R. Mijael Sofer PhD.